El Carnaval recoge la alegría de los pueblos de la región.
Por Jairo Solano Alonso*
Cuando apenas se extinguen las luces y sonidos de la navidad en la madrugada del nuevo año, brota de las gargantas de los hombres de la radio barranquillera el grito jubiloso: ¡ Carnaval…!
Esta exclamación señala el comienzo de una temporada maravillosa que señala que los habitantes de la ciudad y de muchos contornos del caribe colombiano, entran en la dimensión de la fiesta, indispensable e irrenunciable acontecimiento social y cultural, que marca y distingue al habitante de esta región que encuentran en ella el antídoto contra la tristeza, la amargura y la violencia que ha tratado sin éxito de contrariar el espíritu solidario que caracteriza a los moradores de esta esquina luminosa de Colombia.
El Carnaval es un acontecimiento social, cultural, histórico y económico y, por lo tanto, objeto del análisis académico de las ciencias sociales. En el ámbito social, su impronta festiva es un producto propio de las distintas clases sociales que expresan a través del disfraz, su ingenio para la convivencia y la alegría, pero también su resistencia frente a los sucesos que loas afectan, por eso aún en el marco del humor es una crítica mordaz frente a las duras circunstancias de la realidad.
A través del disfraz y de la parodia se ha solido, desde siempre, cuestionar mediante la burla, el teatro y las letanías a los personajes del escenario político y económico que se han destacado en forma negativa o positiva en los sucesos de trascendencia para la ciudad o la región. El carnaval costeño, hijo de su similar de Cádiz y de todas las fiestas de primavera en Europa, recoge la alegría en su cita barranquillera, la alegría de todos los pueblos de la región en esta cálida y floreciente época en que la naturaleza del Caribe en gestación, se viste de flores y presagia con optimismo los mejores frutos y manjares.
Pero también el carnaval, declarado Patrimonio Inmaterial de la Humanidad por la Unesco, es un producto cultural. Desde mediados del siglo XIX, hay registros de la adhesión incondicional de los habitantes de Barranquilla, encrucijada entre el río y el mar a estas festividades, de origen cristiano europeo, muy prontamente adaptadas a la afortunada hibridación de razas intervinientes en las formas de sociabilidad caribeña. Cartagena aportó los congos africanos originados en los desfiles desafiantes de los cabildos de Getsemaní, que salían a la calle en la ciudad amurallada desde las fiestas de la Virgen de la Candelaria.
Caimanes, coyongos, gallinazos, tigres, gorilas y toda una fauna africana y amerindia, se dan cita en la Arenosa, para acompañar a las farotas de Talaigua, los indios de trenza, los guerreros africanos acompañan los disfraces surgidos del ingenio popular para burlarse de la vida y los sucesos fatídicos del años para burlarse en una catarsis colectiva de los pesares de año en una fiesta de resistencia de una región pacífica, asediada por el estigma de violencia originado en regiones menos amables con su pueblo.
El Carnaval enmarcado en los prolegómenos de la Semana Santa y la Cuaresma, culmina con el reconocimiento de la condición humana en la Cruz de ceniza el día miércoles, después del fallecimiento de Joselito el martes luctuoso al compás de gemido de sus numerosas viudas: Mito del eterno retorno, Joselito habrá de resucitar el próximo año para dar lugar al insólito desenfreno que necesita un pueblo como el barranquillero, sometido a tantas privaciones durante el año, solo mitigadas por las glorias y desventuras un equipo disfrazado de tiburón.
*Doctor en Historia de América y Ciencias de la Educación. Investigador Emérito de Colciencias 2016, Universidad Simón Bolívar.